¿Cómo vestir el alma?

Una sinceridad a mi orfandad

By Ariana Fernández

April 28, 2021

No importa si se marchó uno o si fueron los dos. Basta con uno de ellos para que el letrero se coloque afuera nuestra casa. En mi caso fue la partida de mi madre; ya con eso el letrero estaba afuera y a la vez me colgaba en el cuello siempre.

Pero en mi vida, quedar huérfana a los 8 años significó omitir el título y silenciar los sentimientos. No tenía que decir que era huérfana y tampoco lo triste que me hacía sentir su ausencia. Parecía que el término incomodaba a quienes intentaban hacerse cargo de mí. Por eso fue que sin conversarlo ni acordarlo simplemente asumimos que lo mejor era obviarlo, los suprimimos y hasta dimos por un hecho que nada tenía que ver conmigo. Pero sí tenía todo que ver; era mi realidad, mi historia y mi proceso. Quien faltaba en casa no era un auto ni un sillón, era mi madre. A quien mis ojos ya no veían era a mi protectora, a la incondicional.

Eso pesa y pesa mucho. Pesa aún cuando intentamos seguir muy rápido.

En mi orfandad no tuve que irme de mi casa a un albergue. Seguía viviendo en lo que había sido mi hogar. Corría en el jardín, utilizaba mis juguetes, dormía en mi cama, comía lo que Dios ponía en mi mesa. Lo que cambiaba a diario era mi cuidador. Entre mi padre y mi tía se sorteaba mi suerte. Se turnaban los días para dormir conmigo, aunque las decisiones familiares siempre las tomó papá. Los fines de semana, ninguno de mis cuidadores podía acompañarme en mi casa así que yo me iba a pasar esos días donde mi tía. Nunca lo vi mal, pero hoy comprendo que la lección aprendida era empaque algunas pertenencias y vaya donde le den cariño y cuidados.

También: Como Vestir el Alma: A mis padres.

Con mi orfandad no tuve que usar un uniforme de orfanato como el de las películas. Tampoco habían historias de miedo, ni misticismo; había soledad. Porque la orfandad es soledad. La soledad se instauró en mi casa tras la partida de mi madre. Se apegó a mí. Era mi amiga, una amiga dolorosa. Podían haber muchas personas a mi alrededor, pero la soledad caminaba de la mano conmigo. Habían muchos, algunos intentaban estar ahí, pero nadie era ella y nadie quería serlo.

Dicen que madre solo una: la que engendra y/o cuida, y la mía lo había hecho muy bien. Tan bien que era irremplazable. Así que me tocó ser muy buena amiga de mi soledad.

En mi orfandad no caí en la pobreza. Le doy gracias infinitas a Dios por eso. Sin embargo, socialmente no es lo mismo una huérfana sin un dólar que una huérfana con casas, carro, pensión y fideicomiso. Humanamente son las mismas las mismas personas, huérfanas y solas, pero a tu alrededor, tener o no tener, hace que los intereses y los esfuerzos se muevan diferente. Habrá quienes no quieran sacarte el dinero, pero cuidar de alguien que tiene con qué comprar comida es más sencillo. Al cabo de los años mi padre se llevó los ahorros que mi madre me había dejado, el carro también, hizo uso de mi pensión a su antojo, dejó mi casa en abandono y no se la llevó porque estaba a mi nombre. El dinero es nada, pero habla mucho de la gente. Entonces, al transcurrir el tiempo entendí que pagué por amor y cuidados, y que mi más desinteresada y leal compañía seguía siendo la soledad.

También: Como Vestir el Alma: A mis «yo» del pasado.

Con mi orfandad nunca me sentí parte de alguien, ninguna familia era la mía. Muchos(as) me acogieron y lo agradezco enormemente porque aportaron de manera positiva a mi vida, pero la soledad y yo estábamos tan acostumbradas a compartir que me seguía sintiendo sola. Ella era mi más fiel compañera y yo no quería perder la tranquilidad que me hacía sentir. Habían momentos donde necesitaba de la aceptación de un grupo social y era muy importante para mí. Más de lo debió ser. Sobrepasé los límites de mi amor propio buscando más amor, integración y ese calor familiar.

La violencia de mi padre me hizo irme de casa muy joven. Sentir que vivía con mi peor enemigo me motivó a marcharme con mi soledad porque hasta ella hubiera sufrido al quedarse junto a él.  Pobre soledad, no la podía dejar. Así que me fui a una casa de estudiantes universitarias que venían de zonas rurales. Llegar ahí me dio paz, protección y me dio tiempo para recoger algunas piezas de mí misma.

Ese hogar era mi orfanato, ese hogar era mi refugio.

No esperaba a que alguien llegara por mí porque yo misma esperaba por mí. No todos los orfanatos son como las películas de Hollywood.

Me ha demorado 25 años poder decir que fui huérfana. Me tomó 25 años llamarlo por su nombre. Pero hoy que lo hago me siento feliz de ser quien soy. Un reto que enfrenté como huérfana es volver a tener la confianza de tener una familia, volver a creer que el mejor refugio en el mundo es nuestro hogar. Pero eso es lo que hago hoy: construyo una familia que comprenda que el mejor refugio es donde estemos juntos.

Comentarios

comentario